Hoy quedé estacionado por más del tiempo prudente en una esquina antes de cruzar una atiborrada avenida, luego de que el semáforo peatonal nos diera el verde. Por unos segundos que me parecieron eternos, la multitud me esquivó sin miramientos. Caminaban apurados, con los relojes y el cansancio a cuestas. Las miradas perdidas. Otros con el ceño fruncido. El objetivo generalizado a esas alturas era llegar pronto a casa para disfrutar de lo poco que quedaba del día junto a los suyos, y yo, obstruyendo el paso, a pesar de que mi objetivo era una réplica exacta del de aquellos desconocidos. Pero insisto, fue sólo por unos pocos segundos, aunque tal vez demasiados.
Esto me hizo pensar una vez más en que, comparado con las 24 horas que dura un día, son pocos los momentos que podemos disfrutar con las personas a quienes valoramos de verdad, sin desestimar a quienes nos rodean en nuestra cotidianidad. Los fines de semana se hacen tan breves como el fin de esta frase. Las tardes en días laborales pronto dan paso a la apresurada noche, nos ensobramos para luego, temprano a las 6:30 a.m. en mi caso, comenzar una nueva jornada lejos del hogar.
Me arrebató de aquellas cavilaciones un tanto viscerales un fuerte dolor de cabeza, casi tan fuerte como un certero puntapié en los testículos, el que me hizo volver de un mangazo a la realidad, por lo que comencé a caminar, sumándome un tanto adolorido a la multitud. Es estrés –sentenció el doctor-. Tomaré las pastillas prescritas. Claro que el problema de fondo, según la perspectiva un tanto pesimista que tengo ahora, sobrepasa el ámbito de cualquier tipo de pastillita milagrosa que mitigue en parte el dolor recurrente aquel.
Y entonces llegué a la siguiente conclusión (un año más): necesito unas vacaciones urgentes. Unas que me recarguen para comenzar el próximo año. Vacaciones que sumen retratos de lugares con paisajes sureños idealmente, como los almacenados en mis álbumes fotográficos y en las memorias virtuales repartidas por casa. Ahora mismo necesito estar por aquellos lugares, y no sé si este año seré capaz de esperar hasta marzo, fecha en que tenemos programado salir de vacaciones. Me conformo con la idea media egoísta -debo reconocerlo- de todos los años, la idea de que mientras la mayoría de mis compañeros lleguen al trabajo, listos para comenzar en sus respectivas funciones, nosotros recién nos abriremos rumbo hacia nuestro destino vacacional, un tanto anacrónico a esas alturas del año, pero ideal para nosotros. Esperamos que todo resulte para darnos un merecido descanso.
Esta necesidad de vacaciones se puede evidenciar, tácita o abiertamente, en casi todo momento a estas alturas del año, dentro de las conversaciones que eventualmente podamos tener durante el día, por ejemplo. Y al respecto, casi todos nos quejamos de lo mismo, lo que se ha transformado en algo así como una necesidad colectiva, intrínsecamente instaurada en los meses previos a la temporada estival. Los dolores de cabeza se multiplican, tanto como las contracturas, el cansancio igual, así como las discusiones intrascendentes o los arrebatos sobredimensionados. Y es que, dentro de nuestra humana naturaleza, necesitamos temporadas de ocio, tanto como de trabajo, el problema es que una cosa no compensa a la otra, y los tiempos están mal distribuidos entre aquellas necesidades. En fin, no es mi argumento cambiar la historia sin embargo, sigo pensando, o conformándome, en que ya llegarán nuestras merecidas vacaciones. Ya llegará el momento de despedirme de los compañeros de trabajo hasta un par de semanas. Así como también, ya llegará el día en que aparezca devuelta en mi rutina anual, recargado, con las pilas puestas para comenzar una vez más, marcando los días hasta las próximas vacaciones. Mientras tanto, pretendo no obnubilarme con mis pensamientos, menos cuando en medio de una multitud, mi integridad física puede correr peligro.
Esto me hizo pensar una vez más en que, comparado con las 24 horas que dura un día, son pocos los momentos que podemos disfrutar con las personas a quienes valoramos de verdad, sin desestimar a quienes nos rodean en nuestra cotidianidad. Los fines de semana se hacen tan breves como el fin de esta frase. Las tardes en días laborales pronto dan paso a la apresurada noche, nos ensobramos para luego, temprano a las 6:30 a.m. en mi caso, comenzar una nueva jornada lejos del hogar.
Me arrebató de aquellas cavilaciones un tanto viscerales un fuerte dolor de cabeza, casi tan fuerte como un certero puntapié en los testículos, el que me hizo volver de un mangazo a la realidad, por lo que comencé a caminar, sumándome un tanto adolorido a la multitud. Es estrés –sentenció el doctor-. Tomaré las pastillas prescritas. Claro que el problema de fondo, según la perspectiva un tanto pesimista que tengo ahora, sobrepasa el ámbito de cualquier tipo de pastillita milagrosa que mitigue en parte el dolor recurrente aquel.
Y entonces llegué a la siguiente conclusión (un año más): necesito unas vacaciones urgentes. Unas que me recarguen para comenzar el próximo año. Vacaciones que sumen retratos de lugares con paisajes sureños idealmente, como los almacenados en mis álbumes fotográficos y en las memorias virtuales repartidas por casa. Ahora mismo necesito estar por aquellos lugares, y no sé si este año seré capaz de esperar hasta marzo, fecha en que tenemos programado salir de vacaciones. Me conformo con la idea media egoísta -debo reconocerlo- de todos los años, la idea de que mientras la mayoría de mis compañeros lleguen al trabajo, listos para comenzar en sus respectivas funciones, nosotros recién nos abriremos rumbo hacia nuestro destino vacacional, un tanto anacrónico a esas alturas del año, pero ideal para nosotros. Esperamos que todo resulte para darnos un merecido descanso.
Esta necesidad de vacaciones se puede evidenciar, tácita o abiertamente, en casi todo momento a estas alturas del año, dentro de las conversaciones que eventualmente podamos tener durante el día, por ejemplo. Y al respecto, casi todos nos quejamos de lo mismo, lo que se ha transformado en algo así como una necesidad colectiva, intrínsecamente instaurada en los meses previos a la temporada estival. Los dolores de cabeza se multiplican, tanto como las contracturas, el cansancio igual, así como las discusiones intrascendentes o los arrebatos sobredimensionados. Y es que, dentro de nuestra humana naturaleza, necesitamos temporadas de ocio, tanto como de trabajo, el problema es que una cosa no compensa a la otra, y los tiempos están mal distribuidos entre aquellas necesidades. En fin, no es mi argumento cambiar la historia sin embargo, sigo pensando, o conformándome, en que ya llegarán nuestras merecidas vacaciones. Ya llegará el momento de despedirme de los compañeros de trabajo hasta un par de semanas. Así como también, ya llegará el día en que aparezca devuelta en mi rutina anual, recargado, con las pilas puestas para comenzar una vez más, marcando los días hasta las próximas vacaciones. Mientras tanto, pretendo no obnubilarme con mis pensamientos, menos cuando en medio de una multitud, mi integridad física puede correr peligro.