lunes, 24 de agosto de 2009

Desconocidos

Por lo menos para el hombre es un tanto extraño andar con un bebé a cuestas en la calle. Lo que me pasó ayer lo ratifica y lo confirma como una experiencia un tanto extraña. Al parecer los bebés en la calle y en poder de uno – el padre -, resulta una especie de visa para conversar con las personas con las que nos atravesamos en nuestro viaje, especialmente para las personas del género contrario, y con las que en otras circunstancias, no atravesaríamos ni la más mínima palabra. Mientras los más osados se atreven a hacerle alguna gracia casi imperceptible a nuestro bebé, ellas no tienen reparos en hacerle abiertamente alguna que otra gracia y además exclamar “que ricura!!!”, o, “me la comería!!!”

Por lo general, suelo ser bastante introvertido cuando transito en la calle. No miro a la gente con la que me cruzo o a las que llevo más próximas, trato de no entablar conversaciones de ningún tipo, y sólo en caso de necesidad, consulto lo justo y necesario a algún extraño, no por falta de interés - o tal vez sí -, sino simplemente por mi veta antisocial. Pero ayer fue distinto, de partida me atreví a salir de la casa sólo con mi hija Antonia a hacer un trámite. En la casa, mi esposa dispuso de todo lo necesario para llevar a cabo esta osada travesía. Debo comentar que tanto el trámite como el viaje no eran largos, pero por ser la primera vez, me parecía un tanto audaz de mi parte. El asunto es que me atreví y salí, sólo con mi hija.

Para los padres que están acostumbrados, esto no debe significar una tarea tan grande ni memorable como para comentarlo, y la verdad, puede que tengan razón. Pero dejando de lado este hecho, lo que más me llamó la atención de este viajecito, fue lo que comenté en un comienzo. El hecho de que los bebés resultan ser una especie de visa para entablar conversaciones con desconocidos, conversaciones que van de lo trivial - como la ropa, el color de los ojos, la mirada fruncida o del “parece que tiene sueño…” – hasta enterarme del nombre de la compañera de colectivo, de su estado civil, de que su esposo no quiere tener hijos todavía, que tiene 34 años y que toma pastillas anticonceptivas por un largo tiempo ya, por lo que a la hora de decidir tener familia, tendría que ir primero a su ginecólogo para que le aconsejara algún tratamiento, de que los familiares les hostigan con la llegada de un nieto o sobrino, en fin, cosas que no compartirías de buenas a primeras con alguien, mucho menos con alguien que conoces por primera vez, y en un colectivo como me sucedió. No te das cuenta, simplemente la conversación sucede como algo normal y cotidiano, y debo comentar que por más que trates de evitarlo, simplemente ocurre y no te das cuenta de cómo te involucras y de cómo, a medida que vas avanzando, sigues interactuando con más desconocidos.

jueves, 20 de agosto de 2009

Ojeras

Mientras Rod Stewart canta por millonésima vez en la radio uno de sus acompasados e interminables temas, mi agonía sigue creciendo. El reloj acaba de marcar las 11:30 de la mañana. Hoy no coordino, el monitor del pc tiene forma de almohada y la silla de colchón. Todos quieren que les preste la cara para algo, debido a que no puedo disimular las abultadas ojeras con las que amanecí, prueba irrefutable de la mala noche dejada ya atrás.

Lo peor es que en días así, la espera se eterniza, el tiempo se alarga como sin fin, y la hora de salida burla mi reloj. Ya voy en el tercer café de la mañana y es como si fuese inmune a su efecto. Mi compañero me habla y me habla y simplemente le veo mover la boca, tratando de imaginar lo que me resulta incomprensible. No quiero saber nada más de fallos, de ordinarios ni de tediosas resoluciones exentas, no más por hoy por favor que me quiero devolver a mi casa, a mi cama, y disfrutar de una buena siesta que me saque la modorra que ando trayendo a cuestas. Ahora es el turno de Simply Red en la radio. Son las 11:50 de la mañana. La tarde se resiste a llegar, pero queda menos…