Hoy se me apretó el pecho y se me angustió el alma, un hecho en particular me hizo retroceder un poco en el tiempo, trayendo a mi memoria recuerdos dolorosos, dormidos y quietos, pero siempre dispuestos a nublar la visión. Sin duda un recuerdo dormido, obligadamente tal vez.
Creemos que los supuestamente sepultados malos recuerdos, ya no nos pueden alcanzar, ya no nos pueden lastimar de ninguna forma. Pero ahí están, a la espera de nuestra atención. Brotan confusamente en un comienzo, y luego la claridad devuelve un golpe certero, eficaz, mostrando un episodio siempre presente. Recuerdos de esta clase, nunca se apartarán de nosotros, nunca los podremos eliminar y es definitivamente porque no podemos, porque forman parte de nuestra existencia, de nuestro currículo. Ahora hablo de esto tan abiertamente por primera vez, los expongo a este universo virtual, sin ningún ánimo de condescendencia o lástima. Hoy retrocedo, hoy me desprendo del luto guardado rigurosamente en mi inconsciente, para cruzar la vereda y observar estos episodios, ahora reconciliados, ahora en paz…
Lo esperamos con ansias. Bastante aprensivos por el mal desenlace de su anterior hermanita. Esta vez fue diferente, le oímos sus latidos, releímos sus medidas en los informes médicos y seguimos su progreso atentamente. El doctor nos tranquilizaba, el doctor no nos permitía pensar otra vez en un mal desenlace, “es una probabilidad muy remota – nos decía –“y eso nos calmaba, nos permitía pensar con claridad y tal vez, adelantarnos un poco en el tiempo, soñando el momento de tenerlo en nuestros brazos, para acariciarle, conocerle y calmar sus llantos. Creo que alcanzamos a comprarle algunas cosas que hasta hoy mantenemos como testigos silenciosos de su paso por nuestras vidas.
Fue un mal año, durante ese mismo mes a mi abuela le diagnosticaron una enfermedad muy avanzada y a esas alturas incurable. Sólo le otorgaron cuidados paliativos para calmar sus fuertes dolores. La vi postrada en su cama, compañera de años, luego en una cama especialmente adaptada para ella y su condición. Le di de comer. Enredaba sus manos con las mías untándoselas con una crema de agradable olor, que a ratos, nos mentía haciéndonos pensar en tiempos más halagüeños. Le acariciaba lentamente sus blanquecinos cabellos. Le vi adelgazar en extremo. Fui testigo de cómo su cuerpo se consumía lentamente. También le vi reír, esbozar sonrisas y vi cómo se le aclaraba la mirada. Al principio ella pensaba que se curaría, nadie se atrevía a decirle lo que pasaba, por miedo, por protección, no lo sé. Pero un día, se dieron cuenta los hijos de lo esencial que era esto en este maldito proceso, y se lo informaron. Me cuentan que reaccionó con total lucidez, como si hubiese sabido desde el comienzo a lo que se estaba enfrentando, y se apoderó de ella la serenidad. Finalmente, no podía hablar. Recuerdo una ocasión en la que le hablé por teléfono, no querían pasarme con ella, por lo obvio, pero solicité hablarle de todos modos, simplemente hablarle. Por el otro lado de la línea sólo se escuchaban sus balbuceos, te quiero mi viejita - le repetía con urgencia-, mientras se aceleraba a ratos su respiración.
Ese mes transcurrió lentamente, los días eran pasmosos y cargados de malas emociones, hasta que llegó ese sábado. En nuestra casa Daniela se venía sintiendo mal del día anterior, llamamos a su doctor que no estaba disponible y luego a la matrona que nos sugirió reposo absoluto. Y así estuvo hasta el sábado, las contracciones llegaron lentamente y luego fueron evidentes. Ella con miedo, con su mirada a ratos perdida tratando de asimilar todo, de ver cómo se repetía lo a esas alturas ya inevitable y silenciosamente esperado. Yo impotente, con miedo y frustración. Dieron las 7 de la tarde de aquel sábado y haciendo todo el esfuerzo posible, le acompañé al baño. Al sentarse, se desprendió nuestro niño, así fue, simplemente abandonó su cuerpo y nos dejó con una tristeza absoluta. Ella desesperada se ovilló gimiendo y gritando desconsoladamente. Intenté contenerla, lo intenté, pero todo me parecía demasiado. En un momento de lucidez, pensé que era lógico rescatar a nuestro hijo del agua, por lo que lo saqué, lo puse en mi mano y le observé en silencio y entre sollozos. Lo envolví en papel aluza y lo dejé dentro de una cajita para llevárselo al doctor. Lo escondí en mi bolsillo del chaquetón.
En el hospital me di cuenta de que esto no era necesario, el doctor ni siquiera quiso mirarlo por lo que nuevamente lo escondí en el bolsillo aquel. Fue una noche larga, triste, solitaria y lejos de la familia a la que necesitaba con urgencia. Ella en pabellón pasando frio producto del nerviosismo, la angustia y la anestesia, y yo esperando. Como a las 5 de la madrugada el doctor me dijo que no era necesario esperar, que tenía que salir de recuperación y que todo había salido bien, que me fuera a casa a descansar un poco y que mañana podría verla. Que con calma nos mandarían a hacer unos exámenes para buscar algún problema en nosotros.
Luego de ese fin de semana, yo volví a la rutina y ella volvió a casa con reposo por un par de días que se convirtieron en semanas. Desde el principio fui consciente de la presencia de mi hijito en el bolsillo de mi chaquetón, al que no me atrevía a sacarlo y mucho menos a dejarlo tirado en cualquier lado. Hubo días de locura en los que pensaba que le enseñaba cosas y que me sostenía la mano mientras caminábamos juntos, hubo días de claridad en los que me obligaba mentalmente a deshacerme de la cajita, pero no me atrevía.
A mediados del mes siguiente, una madrugada de jueves como a las 4 sonó el teléfono, no podía ser nada bueno. Era mi madre avisándonos de la muerte de mi abuela, de mi vieja. Fue extraño porque no tuve reacción, no me embargaron sentimientos, por un momento quedé en blanco, estéril de emociones. Todo el tiempo expectante a que ocurriera ese desenlace, lo que no sirvió de nada. Finalmente nadie se encuentra preparado para una noticia así, menos cuando se trata de alguien tan querido, tan cercano, alguien que era parte de mi historia.
Su carita dentro de esa caja era distinta, más no lo suficiente como para no reconocerla. Ahí estaba mi viejita, la que me regaló una biblia pequeña color marrón cuando tuve aquellos tan lejanos 12 años. A la que acompañaba en caminatas eternas. La que me dejó en más de una oportunidad, olvidado en algún lugar, por lo que se devolvía con una cara llena de aflicción. Ahí estaba mi viejita, madre de 5 hijos, dueña de un limonero que regaba todas las tardes. Ahí estaba mi viejita, la abnegada precursora. Ahí estaba, adentro de ese cajón frio e impersonal, adornado con flores en el busto.
Se cumplieron rigurosamente los rituales de la muerte y a su funeral asistieron muchas personas. Algo poco asombroso conociendo cómo era ella. No podía ser de otra forma. La fuimos a despedir a un parque cementerio cerca de árboles y cerros. Era un frio día a mediados de agosto. Y fue ahí cuando aprovechamos el lugar. Lo habíamos conversado previamente con mi amada esposa y creímos que era el lugar idóneo para despedirnos también de nuestro hijito guardado en el bolsillo de mi chaquetón. Nos apartamos imperceptiblemente del grupo que rodeaba a mi vieja, mientras la llovizna nos daba en la cara. Miramos a los demás desde lejos lamentando aquel despreciable momento. Nos agachamos cerca de una arboleda. La tierra estaba húmeda por lo que la tarea fue muy fácil. Ahí enterramos a nuestro puntito, lo tapamos con un poco de tierra y pasto. Ahí dejamos a nuestro hijito, al que ya le teníamos nombre. Nos dimos un apretado abrazo y lo lloramos larga y quedamente, nos dimos un momento para despedirnos, y lo hicimos con el corazón en la mano, guardando mentalmente el lugarcito aquel en el que siguió durmiendo.
Nuestro puntito quedó en ese parque, cerca de mi viejita, bajo esos árboles milenarios y protectores que los cobijan. Su recuerdo ahora está quieto nuevamente, ya no daña, y se mantendrá en paz.